Ciudad de México, 21 de ene (SinEmbargo).– El 11 de enero, Iván Adrián Pizaña Rojano, de 22 años, fue presentado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), acusado de asesinar en diciembre pasado a un hombre, porque lo “miraba feo”.
Pizaña podría ser otro más de los asesinos que rondan las calles de la capital del país. Pero no, no lo es. Se trata del “Ivancito”, un adolescente que en 2007, a los 17 años de edad, fue acusado de seis homicidios… aunque él terminó confesando 19 asesinatos. El “Ivancito” fue recluido a la Comunidad para Adolescentes en Conflicto con la Ley de San Fernando, en la Delegación Tlalpan, para cumplir una condena de cinco años.
En noviembre pasado pasado salió libre y no tardó sino un mes en volver a las andadas y confirmarse como un multihomicida, lo que, además, deja en claro la incapacidad del Estado mexicano para analizar y tratar la conducta criminal, darle seguimiento a los casos y, especialmente, lograr la reinserción social de los delincuentes.
El texto que a continuación se presenta es resultado de una investigación del periodista Humberto Padgett y parte de un capítulo de su libro Los muchachos perdidos, editado en 2012 por Debate. La entrevista data de aquellos días del “Ivancito” en San Fernando, con fotografías exclusivas de Eduardo Loza, coautor del libro antes mencionado.
Cuando lo detuvieron, en agosto de 2007, los policías judiciales no entendían la broma. Era, es, un muchacho con el cabello lacio casi a rape, el crecimiento lateral definido por la trasquiladora y el frente de flequillo para mostrar el contorno de un incipiente cabello afro.
¿Cómo ese niño de 1.53 metros de estatura y menos de 50 kilos de peso aterrorizó la Ciudad de México?
Pero no había engaño. Ese era el matón que trajo en jaque a la policía de la ciudad más grande del continente. Su apodo es su nombre en diminutivo. El Ivancito fue rebautizado a los ocho o nueve años en su barrio, “El Hoyo”, oficialmente la Unidad Habitacional Ermita Iztapalapa.
Delgado, pequeño y las pestañas largas y lacias como brochas sobre ojos siempre somnolientos. La nariz diminuta y la boca pronunciada por los dientes frontales. Los hombros son angostos y las pantorrillas son huesos pintados de piel. No deja de bostezar. La mañana que habla de su vida no calza los Nike Michael Jordan de rigor. Los cambió una semana con un compañero por unos Adidas blancos con las tres franjas rojas. “Casi no robaba. Andábamos en otro rollo, andábamos matando”.
–¿Cómo mataban?– se le pregunta al Pequeño, cuyo nombre se cambia a favor de la reserva pedida por la autoridad.
–Cuando era por dinero les poníamos unos cinco tiros. La mayoría de veces los agarrábamos saliendo de sus cocheras. ¡Pum! A quemarropa, de frente. ¡Pum, pum! Cuando era guerra por el poderío del barrio tirábamos hasta 30 balazos.
–¿Quién los contrataba?
–Un ruco de mi barrio. Está en una cárcel del Estado de México. Mató a un comandante de la policía y lo mandaron para allá.
–¿Por cuántos homicidios estás?
–Tenía 14 averiguaciones, pero creo que nada más están comprobados cuatro o cinco.
–¿Y cuántos asesinatos fueron?
–Unos 18 o 19. Había meses que hacíamos dos. Luego nada. Variaba. No todo fue bueno. A mi hermano lo levantaron, lo picaron y lo aventaron de un carro. Fue en 2006. Sentí un madrazo en el pecho. Lloré. Lloré de impotencia, porque no hallaba cómo sacármela rápido y vengarlo.
–¿Quién lo mató?
–La banda de Los Ojos Rojos. Fueron dos hermanos y el chido de la banda, pero sólo pude matar al chido y a uno de los hermanos. El otro se me desapareció y por más que lo busqué se me perdió por completo. A los otros no los torturamos. Ya no pudimos, porque tanta fue nuestra saña y coraje que lo hicimos rápido. ¡Pum, pum! ¡La .40! Les dimos como 60 balazos. Los matamos y les prendimos fuego.
–¿Qué sentías?
–Que había hecho lo que tenía que hacer, sacarme la de mi hermano. La vez que sentí feo fue la primera vez que maté a alguien. ¿Qué sentía? Miedo de que me agarraran. Pero cuando maté al primero y vi que no pasó nada, me daba igual. La vez que matamos a una chava en una balacera, fue la única vez que soñé feo. Pero lo que pasara, me daba igual. Como quiera que sea de los hombres dices pues que anda de culero y había veces que nos hacían matar a mujeres por culpa de sus güeyes. Haz de cuenta que tú tienes pedos y nos mandan a matar a tu esposa. Ahí decíamos ¡chale!
–¿A quiénes matabas?
–La mayoría de veces era entre la mafia. A mí me mandaba la mafia a matar más mafia. A ellos les daban indicaciones y a nosotros nos mandaban para hacer el trabajo.
–¿Eres un sicario?
–A mí mandaba la mafia a matar más mafia.
–¿Qué mafia?
–Era gente de en medio y era cuando queríamos. A veces teníamos planes de irnos de vacaciones. Yo tenía un Jetta cuarta generación azul marino. Traía sus rines y su equipito, su quemacacos. Estaba bonito. Me latía andar en las motos de pista. Yo traía una VCR 900. Estaba pesada, me tenía que parar con las puntitas de los pies.
–¿Qué arma traías?
–Siempre usaba nueve milímetros de 15 tiros Smith and Wesson. Potentes y cromadas. Las comprábamos a un viejo que se dedicaba a eso. Las vendía en cajas, nuevas. Yo tenía una escopeta calibre 12, una metralleta Mendoza nueve, una .45 y una .22. Éramos muy respetadillos, desde chicos no se metían con nosotros.
–¿A qué edad comenzaste?
–Desde los 11 vendí vicio. Después robé carros. Luego vimos que ahí (en el asesinato) había más dinero y nos cambiamos.
–¿Secuestraron?
–A un empresario por Avenida Chapultepec. Se llamaba Raúl quiensabequé. Pagaron cuatro millones de pesos. Le pegamos, pero no le cortamos dedos ni nada, porque él y su familia siempre cooperaron. El segundo fue a uno que vendía vicio, nos dieron 800 mil pesos. Otro fue el hijo de La Ma Baker. Lo tuvimos tres semanas y nos dieron un millón 200 mil pesos.
–¿Y qué hacían con el dinero?
–Yo compré mi carro, mi casa y ayudé a mi mamá a arreglar la suya. Me gastaba 50 mil varos en un cotorreo. Nos íbamos una semana a Acapulco o Puerto Vallarta.
El Ivancito adora el reguetón. El del portorriqueño Tego Calderón –hombre nacido pobre y enriquecido por cantar sobre el racismo y la miseria urbana– por encima de todos.
“Canta cosas reales, lo que cada día ocurre en el barrio”:
Los maté… (estribillo con arreglo de ovejas balando)
Si, señor…
Y si vuelvo a nacer,
yo los vuelvo a matar…
***
El Ivancito tiene tatuado el antebrazo derecho con las manos de Cristo reunidas en oración y atravesadas por los clavos: “Perdóname Dios mío por lo que he hecho”.
Reza a veces. Reza a San Judas Tadeo, el de las causas difíciles, al que se busca en la desesperación.
–¿Te ha ayudado Judas?
–Sí, me libró una vez por un secuestro y extorsión. Me agarró la policía. Le dimos 80 mil pesos a mi licenciado para pagar una jueza del Consejo Tutelar. No hallaron pruebas. Otra vez que me agarraron con una pistola y también salí. O cuando vendía piedra me agarraron dos que tres veces con vicio. Sí, San Juditas Tadeo me ha ayudado.
–¿Y tu papá?
–Nunca he andado con mi papá. Él también es carnero. Él también anda de cabrón. Mi jefe ha estado preso en el Reclusorio Oriente, en el Sur, creo en el Norte y dos veces en el Bordo de Xochiaca. Roba joyería y cajeros.
La familia de El Ivancito es una dinastía de asaltantes y extorsionadores del transporte público en Iztapalapa. Uno de sus primos relacionado con el asesinato de un policía judicial, son secuestradores y ex trabajadores de Delia Patricia Buendía Gutiérrez La Ma Baker.
La Ma Baker era dueña de una arena de lucha libre en Ciudad Neza y controló durante años el narcomenudeo el oriente del Valle de México. Su organización, a la que pretendió dársele rango de cártel, era protegida por jueces federales, policías municipales y judiciales del Estado de México y agentes de la PGR. Se le responsabilizó del asesinato de tres empleados de gobierno.
Y a un hijo de La Ma Baker secuestró El Ivancito.
–¿Es fácil matar?–le pregunto. El sol le pesa en las pestañas. –¿Es fácil secuestrar?
–Cuando tienes la gente todo es fácil. Todo se hace fácil cuando te proporcionan las cosas. Para mí todo se me ha hecho fácil. Pero a veces he llevado la de perder, pero así es esto.
–¿Te arrepientes de algo?
–Pues no. No me arrepiento más que de no haber puesto a mi hermano trucha. Si lo hubiera puesto más al tiro hubiéramos evitado estas cosas. Pero así es esto. No siempre voy a ganar.
El Ivancito bosteza. Camina a su sección, la primera del tercer patio. Va sin playera y muestra otro tatuaje. Le cubre la casi toda la espalda: de un lado, tiene dibujada el ala de un ángel; del otro, la de un demonio.
Canta Tego Calderón “Yo tengo un ángel” con introducción de violines y tambores trágicos, como si necesitara subrayarse la tragedia de la pérdida de cientos de miles o millones de jóvenes a quienes no les toca hacer de México el país soñado por los demógrafos, sino una multitud a quien sólo le toca entender la vida como un laberinto en el que se debe sobrevivir.
Hay días en que yo cruzo el barrio en pleno tiroteo,
él va detrás de mí.
Si me aborrezco, a veces de estar vivo
y pierdo la esperanza, él va detrás de mí.
Si me confundo y pierdo la fe
a medio caminar el ángel me dice a mí:
levántate de la cama y enfréntate a la vida,
porque tú naciste pa’ sobrevivir.